La emigración es siempre dolorosa. Aunque para los jóvenes se tiña de aventura, de lograr paraisos descritos por la televisión, o, como fue en mi caso, conseguir una cierta libertad personal ,que en la sociedad pacata de los pueblos y ciudades pequeñas, estaba vedada por el control social de la época.
España ha sido un país de emigración hasta ayer, y siempre por las mismas razones, las económicas. Así respondían en 1967, nuestros emigrantes en Alemania, a una encuesta realizada por la Deutsdcher Caritasverband (Del Campo, S. 1975), sobre las razones para emigrar: " para ayudar a la familia, para mejorar el salario, para ahorrar, por un trabajo mal remunerado en origen, para adquirir una vivienda..."
Posiblemente las mismas razones por las que han llegado los miles de equigrantes a nuestro país en los últimos diez o quince años. La experiencia que se cuenta abarca 30 años, desde 1966 hasta 1996. Comienza con una familia que emigra a Madrid en el año 1966, una familia formada por tres generaciones: abuelos, padres e hijos. La partida es en septiembre a mitad de los sesenta. Termina a mitad de los noventa, cuando los padres vuelven definitivamente a su pueblo y a su sierra, entre abril y agosto de mil novecientos noventa y seis.
Este periodo no responde a ninguna categorización específica, ni pretende acotar dos momentos especialmente importantes del fenómeno migratorio. He querido situar el contenido del recuerdo entre estas dos fechas, por la importancia que han tenido para mi vida y para la vida de mis padres y hermanos. En cualquier caso es una experiencia más, de las muchas sufridas por familias andaluzas, que tuvieron que salir de sus pueblos y ciudades de origen para "buscarse la vida" en las zonas de mayor grado de industrialización, y, por tanto, con mayores posibilidades de trabajo, Cataluña, Madrid y Norte de España.
Por azar, las fechas coinciden con dos momentos importantes en los movimientos de población de la Península en la segunda mitad del Siglo XX. En la mitad de los años sesenta se sitúa uno de los periodos de mayor emigración española: tanto exterior, hacia Europa, como interior, del campo a la ciudad, desde las zonas rurales a las zonas de reciente industrialización. Así mismo, en la mitad de los años noventa comienza un fenómeno creciente que transformará nuestro país, la inmigración: miles de personas del Magreb, de los países del Este y , sobre todo, de Latinoamérica harán de España un país receptor de emigración. En poco más treinta años hemos pasado de ser un país de emigrantes a un país con un importante número de inmigrantes.
La partida: de Estepa a Madrid en muchas horas de camión y muchas más de dolor y nostalgia.
La historia comienza una tarde de una día, todavía caluroso, del mes de septiembre. Después de la feria (que entonces se celebraba todavía en este mes), en la carretera, que entonces cruzaba el pueblo, hay un camión cargado con las pocas pertenencias que se podían trasladar. Una pareja de adolescentes se despide, no saben hasta cuando, se juran amor eterno -durará tres años más-, sufren por su separación. El viaje es largo e incómodo, pero sirve para aplazar el dolor de la ruptura con una forma de vida, con un paisaje, con unas personas. Durante algunas semanas, este sufrimiento irá acompañando a todas las percepciones, que serán muchas, del adolescente en la gran capital. Posteriormente la realidad y el tiempo impondrán su ley.
Unos meses antes se ha marchado el padre, prepara la casa, está solo en un lugar extraño, con personas desconocidas, con un horario de trabajo de más de doce horas. Atrás se quedan recuerdos, amigos, seres y objetos queridos, paisajes, personas...
La integración en un lugar y en una época:
Madrid, la gran capital, donde dice el tópico que nadie es extraño. Este "lugar común", repetido una y mil veces, está cargado de significado. En la historia de Madrid siempre ha sido una realidad tangible, vivida por la inmensa mayoría de los madrileños que hemos nacido "donde se ha podido" -es quizás nuestra mayor diferencia con los bilbainos, que nacen "donde les dá la gana"-.
Como se sabe, la población de Madrid es una población de aluvión, formada a lo largo de su historia (aún hoy se sigue formando) con personas llegadas de distintos lugares. Esto ha creado una idiosincrasia, una forma de relación donde nadie se siente forastero. Ha dado lugar a unas claves socioculturales abiertas, de fusión como se dice ahora, de mestizaje, como debería ser a partir de ahora. Madrid ha ido integrando elementos foráneos: el chotis, una música de origen austriaco, el más conocido lo compuso un mexicano; las tertulias, la vida en la calle, son mediterráneas, andaluzas... Decía mi padre que a él nadie le había preguntado de donde era, si no dónde vivía.
Actualmente se suelen designar los años 60 y 70, como una época gris, con una denominación que no solo es estética. A pesar de esta "grisura", sobre todo política y cultural, en la mayoría de los barrios obreros y de muchas parroquias de estos barrios comienza a crearse un tejido asociativo que favorece la integración de los inmigrantes. Así, a finales de los años sesenta, en todos los barrios periféricos de Madrid existen asociaciones de vecinos, surgen escuelas populares, grupos de jóvenes...La resistencia a la dictadura de Franco aglutina y canaliza esta explosión que tendrá su máximo desarrollo en los primeros años de la década de los setenta. Este entorno social facilita la integración: con rapidez la de los jóvenes, un poco más difícil la de los padres, la de los abuelos es practicamente imposible.
Los hijos encuentran pronto otras relaciones, otros afectos, se integran en su barrio, en sus lugares de estudio, en sus lugares de trabajo. Para lo más pequeños aquí estará su infancia y adolescencia, esta será su patria. Los mayores crecerán, formarán familias, el pueblo quedará como un lugar lejano y peor, aunque siga siendo, de alguna manera, el paraiso perdido. Los padres vivirán una cierta integración durante una etapa importante de su vida, es una integración parcial. Sus amigos, sus relaciones siguen siendo, sobre todo, con paisanos andaluces, muy abundantes, con parecidas circunstancias, aficiones, gustos... Esta generación parece totalmente integrada hasta que pasan los años y llegan a viejos. Entonces vuelven a sus ancestros, inician otra emigración que ahora es a su interior: a sus recuerdos, a su juventud...vuelven a añorar más que nunca su pueblo, sus paisajes de niños y de jóvenes. Allí volverán después de morir. Los abuelos no se integrarán nunca. El hombre tiene el recurso del bar y los bancos del parque, allí coincide con otros viejos en parecidas circunstancias, se cuentan sus cosas, intercambian recuerdos reales o imaginados. Todo ello le facilita una cierta socialización. La abuela no tiene ni este recurso, solo sale a misa, en esta iglesia, "que parece un garaje" en sus palabras, no conoce ni a los santos.
La pérdida de referentes
A pesar de las facilidades que dió Madrid para la integración, los emigrantes sufrieron un alejamiento de su entorno físico y afectivo, de su "nicho ecológico". Esta separación, desgarro para muchos de ellos, supuso una pérdida de referentes culturales y de relación. Superar esta pérdida requiere tiempo, los mayores no lo consiguieronn nunca.
Hay una sensación de privación de afectos, un alejamiento de las amistades de siempre, de una parte de tu familia, de tu casa, tus lugares de ocio...Se han quedado atrás tantas calles, tantas esquinas, tantos paisajes. Todos necesitan ser sustituidos, no siempre se consigue.
Cada miembro de la familia va sustituyendo sus carencias cómo y cuando puede. Para los jóvenes, su "paraiso perdido" va dejando un poso de nostalgia, sin mayores consecuencias, o al menos sin que sean demasiado graves. Para los mayores es una realidad que quedó muy atrás, es otra forma de paraiso, más difícil de sustituir, a veces las consecuencias son devastadoras.
Los abuelos nunca volvieron, sus restos reposan en la capital. Los padres volvieron al morir, sus cenizas descansan en la sierra, mirando a su pueblo.
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