
La planta baja:
La puerta de la calle siempre estaba abierta, un escalón, el rebate, daba acceso al zaguán, en cuyos laterales se abrian las puertas a dos salas: la de la costura y la alquilada.
Desde zaguán se pasaba al cuerpo de casa -así se llamaba al recibidor-, por un gran portón con mirilla y puerta auxiliar que era la única que se abría. El cuerpo de casa servía de distribuidor: una puerta pequeña daba a una despensa bajo la escalera, la puerta de cristales que daba al patio de las macetas y otra, a la derecha, que comunicaba con el comedor. En la esquina mas alejada de la entrada ascendía la escalera, los cuatro primeros peldaños de piedra, el resto de baldosas rematadas con un mamperlán de madera.
El comedor era pequeño y cuadrado, al fondo un aparador, en el centro una gran mesa rectangular con faldas de camilla en invierno, alrededor las sillas de enea. Había una puerta lateral que daba acceso a la cocina, estrecha y alargada: un grifo sobre una tinaja para el agua potable, un aparador para comida y utensilios, una mesa desgastada por el uso y la lejía, sobre ella un platero; por fin un fregadero con el desagüe a un cubo y una cocina económica (que posteriormente soportó un infernillo de petróleo y por útimo una portátil de gas butano), componían todo el mobiliario.
Al final de la cocina había una puerta que comunicaba con el lavadero. Allí empezaban los espacios que tenían más interés para mí: eran, junto con el patio de las macetas, los sitios de mis juegos infantiles y de mis fantasías de adolescente, mis dominios. En primer lugar la despensa grande, que durante años fue uno de los lugares donde dar rienda suelta a mi imaginación. Estaba repleta de objetos mágicos: lebrillos que se transformaban en lagos, alguna silla rota que se convertía en trono o en una máquina de tren, un cajón con herramientas viejas de donde salían cañones, espadas...
Al fondo de la estancia se podían ver dos grandes cajones donde se guardaba el picón para los braseros, en ellos parían las gatas (los gatitos parecían todos negros hasta que comenzaban a salir del cajón). También había dos tinajas donde se guardaban las aceitunas del año, todos los días eran visitadas para sacar las que se consumían con las comidas. Algunos días, yo no entendía por qué, mi abuelo prohibía a mi madre o mi tía esa visita. Luego supe que estaba relacionada con su menstruación y la posibilidad de que todas las aceitunas se echaran a perder. Más misterios.
Después comenzaban los patios, todos escalonados, el primero era pequeño, en él estaba el excusado, un lavabo con un inodoro y una ducha bajo un tejadillo de uralita y sin puerta. Seguías subiendo y estaba el patio de las gallinas y el gallinero con el palomar. Unos escalones más, abrías una puerta y entrabas en el paraíso; un huerto donde, al fondo, podías ver tres higueras que servián para lo que todas las higueras y, además, de selva con lianas donde trepar, balancearse y gritar como Johnny Weissmuller. Avanzabas y, a la izquierda, se distinguía un granado cuyos frutos podían ser bombas de mano (con gran disgusto de mi abuela expresado muy gráficamente con la zapatilla de mi madre), y por todos lados tropezabas con plantas de alcachofas que, al crecer, ofrecían un seguro escondite bajo sus hojas para poder reptar, como en las selvas coreanas lo hacían los protagonistas de Hazañas Bélicas.
Al final de mi adolescencia este corralón se convirtió en lugar donde se fue fortaleciendo mi cuerpo, tanto por las horas que tenía que dedicar a cavar y preparar la tierra para sembrar y recoger las hortalizas de consumo familiar, como por la gimnasia practicada con la ayuda de una barra fija y unas anillas (muy precarias) hechas con maderas y cuerdas restos de alguna obra de mi abuelo (en aquel momento había que parecerse a otros héroes, como a Manuel Rillos de Sansón Institut o al fallecido Joaquin Blume).
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