
La Planta Alta:
Estaba formada por una serie de habitaciones que se habían ido acondicionando según crecía la familia. Al principio eran camaranchones con suelo de yeso mezclado con caparrosa y una terminación a base de aceites que permitían un cierto brillo. Los techos dejaban ver las vigas y las tablas que formaban el encofrado del tejado. Tambien dejaban pasar el calor, de mas de treinta grados en verano, y el frío -ese frío de los años cuarenta y cincuenta que no he vuelto a pasar en mi vida- que se intentaba paliar con varias mantas y un cobertor, cuyo peso no dejaba moverte en toda la noche.
Cuando la mejora económica, siempre temporal, lo permitía, las habitaciones se iban losando y poniendo techos rasos a base de cañizo y yeso.
Según se subía la escalera, de frente, estaba la habitación de los abuelos, siempre cerrada y a oscuras, por la noche incluso con cerrojo interior. Se pasaba esta habitación y entrábamos en la de la tía soltera. Ambas tenían, al igual que la de los padres, techos rasos y suelo de baldosas. En la habitación de los abuelos, además de perchas, dos sillas y un aguamanil, había una mesilla, la del abuelo, con un cajón lleno de misterios y tesoros: navajas, un reloj de bolsillo, un carnet y una insignia de la Caridad Obrera, alguna monedas y un olor mezcla de licor anticallos y vaselina.
En la habitación interior, además de armario empotrado y tocador, existía una cómoda con dos cajones siempre cerrados con llave. En uno de ellos había un revolver y una pistola con su funda -nunca supe de quién eran y como habían llegado hasta allí-. En mis primeros años siempre estaba atento cuando los abrían para ver los objetos misteriosos que guardaban y que nunca terminaba de conocer.
También había una urna sobre una cajonera, la urna era motivo de mis terrores infantiles: guardaba una virgen con un niño y otra figura -que no recuerdo muy bien a quien pertenecía- representando a un hombre retorciendose de dolor, cubierto de sangre y con las facciones desencajadas (posiblemente un san sebastián). La cajonera también estaba llena de tesoros, en este caso de mi adolescencia: novelas de José Mallorquí y Marcial Lafuente Estefanía, también de Corin Tellado y otras autoras (estas últimas menos apreciadas). Todas fueron devoradas por mí en las largas tarde de verano, en la hora de la siesta, cuando estaba practicamente solo en casa.
Delante de la urna recuerdo haber asistido (por obligación y hasta los primeros años de la adolescencia) junto con las mujeres de la casa y alguna invitada, a varios de los innumerables rezos a los que nos condenaba mi abuela, acompañados de lecturas, bastantes siniestras, sobre la vida de los santos. Al llegar a una cierta edad (creo, como antes he dicho, que debió ser en los comienzos de la adolescencia) y con la inestimable ayuda de mi abuelo, pude dejar de sufrir esa pesadilla.
La otra puerta de la escalera comunicaba con las habitaciones de mis padres y hermanos, en realidad dos habitaciones precedidas por un camaranchón de paso, donde se amontonaban algunos de los muebles de mis padres (la mayor parte de la casa estaba amueblada por mis abuelos, de quienes era la vivienda). En esta especie de antecámara había una alacena, cerrada con llave de varias vueltas, donde mi abuela guardaba los dulces y otras delicias, después de las fiestas en las que se elaboraban tradicionalmente. Nos estaba vedado el acceso a este paraíso, mi abuela llevaba siempre la llave encima. Solo en ocasiones muy especiales, casi siempre por motivo de enfermedad (cuando menos te apetecía) teníamos derecho a saborear alguno de los dulces o embutidos que allí se guardaban. Nunca conseguí forzar esa cerradura.
La habitación de mis padres también tenía suelo de baldosas y cielo raso. La antecámara y la habitación en la que dormíamos mis hermanos y yo (mi hermana pasó pronto a dormir en la habitación de la tía), tenían el suelo de yeso y los techos con las vigas y el encofrado que soportaba directamente las tejas. Esta habitación daba al tejado de la cocina a través de una pequeña ventana enrejada, por allí entraban y salían los gatos, desde allí observaba, en el tejado, sus amores y peleas.
La antecámara servía, además de almacen para algunos muebles de mis padres y otros trastos de la casa, para sacar algún colchón en los calurosos meses de verano y reducir el número de personas de las habitaciones.
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