viernes, 25 de febrero de 2011

La habitación preferida

Una habitación vacía y silenciosa:

Aquel fue durante años mi refugio favorito. Sobre todo en los veranos, cuando, en las primeras horas de la tarde, no se podía salir a la calle y en la casa tenía que reinar un silencio casi absoluto. Yo, como la mayoría de los adolescentes, no quería dormir la siesta, me parecía una auténtica pérdida de tiempo. Mientras en casa todo el mundo dormitaba, aprovechaba para encerrarme en la habitación que mi abuela alquilaba a un abogado de Agua Dulce, don Manuel, en ella tenía su despacho un día a la semana. Era la sala más fresca y solitaria de la casa. Allí me sentía aislado del mundo. Solo algún moscardón, que solía terminar sin alas intentando huir por la superficie de la mesa, rompía de vez en cuando el silencio de la estancia. En esta soledad saboreaba algunas lecturas que habían caído en mis manos sin saber cómo. O al menos ahora no lo recuerdo, y que me parecieron las más interesantes de mi vida: Recuerdo una novela por entregas "Genoveva de Brabante", larguísima, también recuerdo "Los tres mosqueteros", y sobre todo “Pedro Blanco el Negrero”, novela de aventuras y algo de sexo, y que, después de leer, me prohibió mi padre (cuando yo la tenía releída varias veces). Las lecturas, la semipenumbra, la soledad y el calor de la tarde, excitaban mi imaginación y algo más.
En los últimos años desapareció don Manuel y dejó de alquilarse la habitación por un tiempo. Aprovechamos para montar allí un pequeño taller de elaboración de "familiares", cajas para envasar los productos de las fábricas de mantecados que debían su nombre porque podían contener tres o cinco kilogramos de dulces. Era como una especie de "maquila" en pequeña escala: una imprenta nos proveía de los cajones de madera y cartón, así como del papel, con el diseño correspondiente y con el nombre de la respectiva fábrica de polvorones, también de los adornos que decoraban el interior; se trataba de forrar la caja, tanto el exterior como el interior, ponerle una tapa y transportarla al sitio que correspondiera. En esta tarea nos empleamos con varios amigos de la infancia y adolescencia: Quiero recordar que estaban Gonzalo Reina, Francisco Marchán y Rafael, hermano del anterior, a veces Antonio Crujera. Las ganancias no fueron importantes pero las bromas y el buen clima estaban asegurados. En esta época la habitación perdió su condición de vacía y silenciosa, la presencia de varios jóvenes con ganas de divertirse llenó sus paredes de risas y gritos. Mi abuelo intentó varias veces poner orden en aquel jolgorio, sin conseguirlo, ni siquiera cuando nos cortó el suministro eléctrico, por cierto lo hizo "a las bravas", dando un tijeretazo en el cable que produjo un cortocircuitos y casi estuvo a punto de costarle una buena quemadura.
Muchos años después volví a visitar la casa donde había pasado mi niñez y adolescencia; la habitación seguía allí pero vacía de muebles y penumbra, eso sí, igual de silenciosa que aquellas tardes de verano a la hora de la siesta.

jueves, 24 de febrero de 2011

30 años de emigrantes 1966-1996



30 años de emigrantes: 1966-1996





La emigración es siempre dolorosa. Aunque para los jóvenes se tiña de aventura, de lograr paraisos descritos por la televisión, o, como fue en mi caso, conseguir una cierta libertad personal ,que en la sociedad pacata de los pueblos y ciudades pequeñas, estaba vedada por el control social de la época.



España ha sido un país de emigración hasta ayer, y siempre por las mismas razones, las económicas. Así respondían en 1967, nuestros emigrantes en Alemania, a una encuesta realizada por la Deutsdcher Caritasverband (Del Campo, S. 1975), sobre las razones para emigrar: " para ayudar a la familia, para mejorar el salario, para ahorrar, por un trabajo mal remunerado en origen, para adquirir una vivienda..."



Posiblemente las mismas razones por las que han llegado los miles de equigrantes a nuestro país en los últimos diez o quince años. La experiencia que se cuenta abarca 30 años, desde 1966 hasta 1996. Comienza con una familia que emigra a Madrid en el año 1966, una familia formada por tres generaciones: abuelos, padres e hijos. La partida es en septiembre a mitad de los sesenta. Termina a mitad de los noventa, cuando los padres vuelven definitivamente a su pueblo y a su sierra, entre abril y agosto de mil novecientos noventa y seis.



Este periodo no responde a ninguna categorización específica, ni pretende acotar dos momentos especialmente importantes del fenómeno migratorio. He querido situar el contenido del recuerdo entre estas dos fechas, por la importancia que han tenido para mi vida y para la vida de mis padres y hermanos. En cualquier caso es una experiencia más, de las muchas sufridas por familias andaluzas, que tuvieron que salir de sus pueblos y ciudades de origen para "buscarse la vida" en las zonas de mayor grado de industrialización, y, por tanto, con mayores posibilidades de trabajo, Cataluña, Madrid y Norte de España.


Por azar, las fechas coinciden con dos momentos importantes en los movimientos de población de la Península en la segunda mitad del Siglo XX. En la mitad de los años sesenta se sitúa uno de los periodos de mayor emigración española: tanto exterior, hacia Europa, como interior, del campo a la ciudad, desde las zonas rurales a las zonas de reciente industrialización. Así mismo, en la mitad de los años noventa comienza un fenómeno creciente que transformará nuestro país, la inmigración: miles de personas del Magreb, de los países del Este y , sobre todo, de Latinoamérica harán de España un país receptor de emigración. En poco más treinta años hemos pasado de ser un país de emigrantes a un país con un importante número de inmigrantes.


La partida: de Estepa a Madrid en muchas horas de camión y muchas más de dolor y nostalgia.




La historia comienza una tarde de una día, todavía caluroso, del mes de septiembre. Después de la feria (que entonces se celebraba todavía en este mes), en la carretera, que entonces cruzaba el pueblo, hay un camión cargado con las pocas pertenencias que se podían trasladar. Una pareja de adolescentes se despide, no saben hasta cuando, se juran amor eterno -durará tres años más-, sufren por su separación. El viaje es largo e incómodo, pero sirve para aplazar el dolor de la ruptura con una forma de vida, con un paisaje, con unas personas. Durante algunas semanas, este sufrimiento irá acompañando a todas las percepciones, que serán muchas, del adolescente en la gran capital. Posteriormente la realidad y el tiempo impondrán su ley.


Unos meses antes se ha marchado el padre, prepara la casa, está solo en un lugar extraño, con personas desconocidas, con un horario de trabajo de más de doce horas. Atrás se quedan recuerdos, amigos, seres y objetos queridos, paisajes, personas...




La integración en un lugar y en una época:


Madrid, la gran capital, donde dice el tópico que nadie es extraño. Este "lugar común", repetido una y mil veces, está cargado de significado. En la historia de Madrid siempre ha sido una realidad tangible, vivida por la inmensa mayoría de los madrileños que hemos nacido "donde se ha podido" -es quizás nuestra mayor diferencia con los bilbainos, que nacen "donde les dá la gana"-.





Como se sabe, la población de Madrid es una población de aluvión, formada a lo largo de su historia (aún hoy se sigue formando) con personas llegadas de distintos lugares. Esto ha creado una idiosincrasia, una forma de relación donde nadie se siente forastero. Ha dado lugar a unas claves socioculturales abiertas, de fusión como se dice ahora, de mestizaje, como debería ser a partir de ahora. Madrid ha ido integrando elementos foráneos: el chotis, una música de origen austriaco, el más conocido lo compuso un mexicano; las tertulias, la vida en la calle, son mediterráneas, andaluzas... Decía mi padre que a él nadie le había preguntado de donde era, si no dónde vivía.



Actualmente se suelen designar los años 60 y 70, como una época gris, con una denominación que no solo es estética. A pesar de esta "grisura", sobre todo política y cultural, en la mayoría de los barrios obreros y de muchas parroquias de estos barrios comienza a crearse un tejido asociativo que favorece la integración de los inmigrantes. Así, a finales de los años sesenta, en todos los barrios periféricos de Madrid existen asociaciones de vecinos, surgen escuelas populares, grupos de jóvenes...La resistencia a la dictadura de Franco aglutina y canaliza esta explosión que tendrá su máximo desarrollo en los primeros años de la década de los setenta. Este entorno social facilita la integración: con rapidez la de los jóvenes, un poco más difícil la de los padres, la de los abuelos es practicamente imposible.



Los hijos encuentran pronto otras relaciones, otros afectos, se integran en su barrio, en sus lugares de estudio, en sus lugares de trabajo. Para lo más pequeños aquí estará su infancia y adolescencia, esta será su patria. Los mayores crecerán, formarán familias, el pueblo quedará como un lugar lejano y peor, aunque siga siendo, de alguna manera, el paraiso perdido. Los padres vivirán una cierta integración durante una etapa importante de su vida, es una integración parcial. Sus amigos, sus relaciones siguen siendo, sobre todo, con paisanos andaluces, muy abundantes, con parecidas circunstancias, aficiones, gustos... Esta generación parece totalmente integrada hasta que pasan los años y llegan a viejos. Entonces vuelven a sus ancestros, inician otra emigración que ahora es a su interior: a sus recuerdos, a su juventud...vuelven a añorar más que nunca su pueblo, sus paisajes de niños y de jóvenes. Allí volverán después de morir. Los abuelos no se integrarán nunca. El hombre tiene el recurso del bar y los bancos del parque, allí coincide con otros viejos en parecidas circunstancias, se cuentan sus cosas, intercambian recuerdos reales o imaginados. Todo ello le facilita una cierta socialización. La abuela no tiene ni este recurso, solo sale a misa, en esta iglesia, "que parece un garaje" en sus palabras, no conoce ni a los santos.



La pérdida de referentes


A pesar de las facilidades que dió Madrid para la integración, los emigrantes sufrieron un alejamiento de su entorno físico y afectivo, de su "nicho ecológico". Esta separación, desgarro para muchos de ellos, supuso una pérdida de referentes culturales y de relación. Superar esta pérdida requiere tiempo, los mayores no lo consiguieronn nunca.



Hay una sensación de privación de afectos, un alejamiento de las amistades de siempre, de una parte de tu familia, de tu casa, tus lugares de ocio...Se han quedado atrás tantas calles, tantas esquinas, tantos paisajes. Todos necesitan ser sustituidos, no siempre se consigue.


Cada miembro de la familia va sustituyendo sus carencias cómo y cuando puede. Para los jóvenes, su "paraiso perdido" va dejando un poso de nostalgia, sin mayores consecuencias, o al menos sin que sean demasiado graves. Para los mayores es una realidad que quedó muy atrás, es otra forma de paraiso, más difícil de sustituir, a veces las consecuencias son devastadoras.



Los abuelos nunca volvieron, sus restos reposan en la capital. Los padres volvieron al morir, sus cenizas descansan en la sierra, mirando a su pueblo.










lunes, 21 de febrero de 2011

Mi primer trabajo

Mi primer trabajo

Fue mi primer trabajo más o menos formal. Hasta ese momento había ayudado en el huerto, echaba una mano si había alguna obra de reparación en casa, pero siempre dentro de la familia. También en los veranos iba donde trabajaba mi tío Antonio, la oficina de la recaudación de impuestos, allí aprendía a escribir a máquina o ayudaba a ordenar los recibos por orden alfabético en la época de cobros.

En aquel trabajo no tenía contrato ni seguridad social -como era lo acostumbrado en la época- pero si un horario que cumplir, un salario, aunque fuera escaso, y un jefe al que obedecer sin rechistar. Aprendí la dureza del esfuerzo físico continuado, sufría ordenes que me parecieron arbitrarias (todavía no sabía, ni por referencia, lo que era el Servicio Militar), pero también sentí la solidaridad de algunos compañeros, encontré amigos duraderos y surgieron, que recuerde, las primeras inquietudes con el sexo. También fue la primera vez que me relacioné con chicas de edad parecida a la mía en un en torno de trabajo.

Comencé en otoño del año 1961, tenía doce años aunque cumpliría trece en pocos meses. Eran tiempos malos para la familia. Vivíamos con mis abuelos y una tía soltera. El abuelo, albañil, con poca faena, mi padre con trabajos esporádicos. Yo era el mayor de cuatro hijos y había terminado los estudios primarios, así que me tocaba empezar a trabajar -como la mayoría de los chicos de mi edad en esos años-.

En otoños había trabajo en mi pueblo para todo el mundo, era la "temporada de los mantecados", decenas de fábricas de polvorones funcionaban a ritmo frenético desde octubre a Navidad.

También para las industrias auxiliares era un buen momento. En una de ellas comencé a trabajar en el mes de septiembre. Era una imprenta, funcionaba de catorce a diciseis horas diarias para surtir a las fábricas de dulces de papel para envolver los productos, cajas de distintos tamaños y formas, embalajes, etc. Yo era porteador, con un grupo de chicos de mi edad o poco mayores, nos encargábamos de llevar a las fábricas el papel impreso, y, sobre todo, las cajas de madera y cartón donde se envasaban los mantecados y polvorones. El sistema de transporte era rudimentario: unas parihuelas de madera llevadas por dos chicos donde colocábamos las cajas hasta una altura considerable. Además de los asideros, llevábamos una cuerda con un protector de trapo para el cuello, eso nos permitía descansar los brazos de vez en cuando. Nuestro horario era de doce a catorde horas de trabajo: entrábamos a las ocho de la mañana y terminábamos, según el día, a las once o doce de la noche. Con dos horas para ir a comer y cenar a casa. El salario, aunque no lo recuerdo con exactitud, nunca llegaba a doscientas pesetas semanales (1,20 euros) por seis días de trabajo.

Si no hubiera sido por la necesidad y, sobre todo, por el buen clima que había entre los compañeros, no habría aguantado toda la temporada. Aun así, algún día intentaba quedarme un poco más en la cama, hasta que mi abuela, cargada de razones y por mi bien, según ella, me obligaba a levantarme y marchar al trabajo. Los compañeros me recibían con alguna broma, pero, si estabas realmente enfermo, siempre había alguno que hacía el trayecto más largo y te dejaba el porte con la fábrica más cercana. Recuerdo a las chicas cantando mientras preparaban las cajas o los paquetes de papel de envolver. Cuando te tocaba cargar desde la nave donde realizaban su tarea, siempre ibas con miedo a que se rieran de ti, te gastaran alguna broma subida de tono o, lo que era peor, te adjudicaran con guasa alguna novia que podía durar varios días. Pero, a pesar de todo, estabas deseando ver a esos seres inquietantes y maravillosos cuya presencia te producía cosquillas en el estómago. Un día hasta me atreví, dentro de unas de esas bromas, a besar a una de las compañeras. Fue un beso en la mejilla, rápido, casi un roce, aún recuerdo el calor que sentí y que duró varios días.

El trabajo terminó a primeros del mes de diciembre. No volví a la imprenta, aunque durante varios otoños más, hasta que emigramos a Madrid, realicé la “temporada de mantecados” en distintas empresas y con tareas diversas: mantecados "El Porvenir" de Manolo "El Monono", como botones de oficina y chico para todo y mantecados "Ntra. Sra. de la Encarnación" de Esteban Gómez, como ayudante y auxiliar administrativo. Las experiencias vividas en la imprenta me acompañaron y sirvieron en todos los trabajos posteriores. La suavidad de la mejilla de la compañera, ni siquiera recuerdo su nombre, sigue viva por alguna esquina de mi cabeza.

miércoles, 16 de febrero de 2011

La casa donde pasé mi infancia y adolescencia 2


La Planta Alta:

Estaba formada por una serie de habitaciones que se habían ido acondicionando según crecía la familia. Al principio eran camaranchones con suelo de yeso mezclado con caparrosa y una terminación a base de aceites que permitían un cierto brillo. Los techos dejaban ver las vigas y las tablas que formaban el encofrado del tejado. Tambien dejaban pasar el calor, de mas de treinta grados en verano, y el frío -ese frío de los años cuarenta y cincuenta que no he vuelto a pasar en mi vida- que se intentaba paliar con varias mantas y un cobertor, cuyo peso no dejaba moverte en toda la noche.

Cuando la mejora económica, siempre temporal, lo permitía, las habitaciones se iban losando y poniendo techos rasos a base de cañizo y yeso.

Según se subía la escalera, de frente, estaba la habitación de los abuelos, siempre cerrada y a oscuras, por la noche incluso con cerrojo interior. Se pasaba esta habitación y entrábamos en la de la tía soltera. Ambas tenían, al igual que la de los padres, techos rasos y suelo de baldosas. En la habitación de los abuelos, además de perchas, dos sillas y un aguamanil, había una mesilla, la del abuelo, con un cajón lleno de misterios y tesoros: navajas, un reloj de bolsillo, un carnet y una insignia de la Caridad Obrera, alguna monedas y un olor mezcla de licor anticallos y vaselina.

En la habitación interior, además de armario empotrado y tocador, existía una cómoda con dos cajones siempre cerrados con llave. En uno de ellos había un revolver y una pistola con su funda -nunca supe de quién eran y como habían llegado hasta allí-. En mis primeros años siempre estaba atento cuando los abrían para ver los objetos misteriosos que guardaban y que nunca terminaba de conocer.
También había una urna sobre una cajonera, la urna era motivo de mis terrores infantiles: guardaba una virgen con un niño y otra figura -que no recuerdo muy bien a quien pertenecía- representando a un hombre retorciendose de dolor, cubierto de sangre y con las facciones desencajadas (posiblemente un san sebastián). La cajonera también estaba llena de tesoros, en este caso de mi adolescencia: novelas de José Mallorquí y Marcial Lafuente Estefanía, también de Corin Tellado y otras autoras (estas últimas menos apreciadas). Todas fueron devoradas por mí en las largas tarde de verano, en la hora de la siesta, cuando estaba practicamente solo en casa.

Delante de la urna recuerdo haber asistido (por obligación y hasta los primeros años de la adolescencia) junto con las mujeres de la casa y alguna invitada, a varios de los innumerables rezos a los que nos condenaba mi abuela, acompañados de lecturas, bastantes siniestras, sobre la vida de los santos. Al llegar a una cierta edad (creo, como antes he dicho, que debió ser en los comienzos de la adolescencia) y con la inestimable ayuda de mi abuelo, pude dejar de sufrir esa pesadilla.

La otra puerta de la escalera comunicaba con las habitaciones de mis padres y hermanos, en realidad dos habitaciones precedidas por un camaranchón de paso, donde se amontonaban algunos de los muebles de mis padres (la mayor parte de la casa estaba amueblada por mis abuelos, de quienes era la vivienda). En esta especie de antecámara había una alacena, cerrada con llave de varias vueltas, donde mi abuela guardaba los dulces y otras delicias, después de las fiestas en las que se elaboraban tradicionalmente. Nos estaba vedado el acceso a este paraíso, mi abuela llevaba siempre la llave encima. Solo en ocasiones muy especiales, casi siempre por motivo de enfermedad (cuando menos te apetecía) teníamos derecho a saborear alguno de los dulces o embutidos que allí se guardaban. Nunca conseguí forzar esa cerradura.

La habitación de mis padres también tenía suelo de baldosas y cielo raso. La antecámara y la habitación en la que dormíamos mis hermanos y yo (mi hermana pasó pronto a dormir en la habitación de la tía), tenían el suelo de yeso y los techos con las vigas y el encofrado que soportaba directamente las tejas. Esta habitación daba al tejado de la cocina a través de una pequeña ventana enrejada, por allí entraban y salían los gatos, desde allí observaba, en el tejado, sus amores y peleas.
La antecámara servía, además de almacen para algunos muebles de mis padres y otros trastos de la casa, para sacar algún colchón en los calurosos meses de verano y reducir el número de personas de las habitaciones.

La casa donde pasé mi infancia y adolescencia





La planta baja:

La puerta de la calle siempre estaba abierta, un escalón, el rebate, daba acceso al zaguán, en cuyos laterales se abrian las puertas a dos salas: la de la costura y la alquilada.

Desde zaguán se pasaba al cuerpo de casa -así se llamaba al recibidor-, por un gran portón con mirilla y puerta auxiliar que era la única que se abría. El cuerpo de casa servía de distribuidor: una puerta pequeña daba a una despensa bajo la escalera, la puerta de cristales que daba al patio de las macetas y otra, a la derecha, que comunicaba con el comedor. En la esquina mas alejada de la entrada ascendía la escalera, los cuatro primeros peldaños de piedra, el resto de baldosas rematadas con un mamperlán de madera.

El comedor era pequeño y cuadrado, al fondo un aparador, en el centro una gran mesa rectangular con faldas de camilla en invierno, alrededor las sillas de enea. Había una puerta lateral que daba acceso a la cocina, estrecha y alargada: un grifo sobre una tinaja para el agua potable, un aparador para comida y utensilios, una mesa desgastada por el uso y la lejía, sobre ella un platero; por fin un fregadero con el desagüe a un cubo y una cocina económica (que posteriormente soportó un infernillo de petróleo y por útimo una portátil de gas butano), componían todo el mobiliario.

Al final de la cocina había una puerta que comunicaba con el lavadero. Allí empezaban los espacios que tenían más interés para mí: eran, junto con el patio de las macetas, los sitios de mis juegos infantiles y de mis fantasías de adolescente, mis dominios. En primer lugar la despensa grande, que durante años fue uno de los lugares donde dar rienda suelta a mi imaginación. Estaba repleta de objetos mágicos: lebrillos que se transformaban en lagos, alguna silla rota que se convertía en trono o en una máquina de tren, un cajón con herramientas viejas de donde salían cañones, espadas...

Al fondo de la estancia se podían ver dos grandes cajones donde se guardaba el picón para los braseros, en ellos parían las gatas (los gatitos parecían todos negros hasta que comenzaban a salir del cajón). También había dos tinajas donde se guardaban las aceitunas del año, todos los días eran visitadas para sacar las que se consumían con las comidas. Algunos días, yo no entendía por qué, mi abuelo prohibía a mi madre o mi tía esa visita. Luego supe que estaba relacionada con su menstruación y la posibilidad de que todas las aceitunas se echaran a perder. Más misterios.

Después comenzaban los patios, todos escalonados, el primero era pequeño, en él estaba el excusado, un lavabo con un inodoro y una ducha bajo un tejadillo de uralita y sin puerta. Seguías subiendo y estaba el patio de las gallinas y el gallinero con el palomar. Unos escalones más, abrías una puerta y entrabas en el paraíso; un huerto donde, al fondo, podías ver tres higueras que servián para lo que todas las higueras y, además, de selva con lianas donde trepar, balancearse y gritar como Johnny Weissmuller. Avanzabas y, a la izquierda, se distinguía un granado cuyos frutos podían ser bombas de mano (con gran disgusto de mi abuela expresado muy gráficamente con la zapatilla de mi madre), y por todos lados tropezabas con plantas de alcachofas que, al crecer, ofrecían un seguro escondite bajo sus hojas para poder reptar, como en las selvas coreanas lo hacían los protagonistas de Hazañas Bélicas.

Al final de mi adolescencia este corralón se convirtió en lugar donde se fue fortaleciendo mi cuerpo, tanto por las horas que tenía que dedicar a cavar y preparar la tierra para sembrar y recoger las hortalizas de consumo familiar, como por la gimnasia practicada con la ayuda de una barra fija y unas anillas (muy precarias) hechas con maderas y cuerdas restos de alguna obra de mi abuelo (en aquel momento había que parecerse a otros héroes, como a Manuel Rillos de Sansón Institut o al fallecido Joaquin Blume).