Recuerdos
viernes, 25 de febrero de 2011
La habitación preferida
jueves, 24 de febrero de 2011
30 años de emigrantes 1966-1996
30 años de emigrantes: 1966-1996Este periodo no responde a ninguna categorización específica, ni pretende acotar dos momentos especialmente importantes del fenómeno migratorio. He querido situar el contenido del recuerdo entre estas dos fechas, por la importancia que han tenido para mi vida y para la vida de mis padres y hermanos. En cualquier caso es una experiencia más, de las muchas sufridas por familias andaluzas, que tuvieron que salir de sus pueblos y ciudades de origen para "buscarse la vida" en las zonas de mayor grado de industrialización, y, por tanto, con mayores posibilidades de trabajo, Cataluña, Madrid y Norte de España.
Por azar, las fechas coinciden con dos momentos importantes en los movimientos de población de la Península en la segunda mitad del Siglo XX. En la mitad de los años sesenta se sitúa uno de los periodos de mayor emigración española: tanto exterior, hacia Europa, como interior, del campo a la ciudad, desde las zonas rurales a las zonas de reciente industrialización. Así mismo, en la mitad de los años noventa comienza un fenómeno creciente que transformará nuestro país, la inmigración: miles de personas del Magreb, de los países del Este y , sobre todo, de Latinoamérica harán de España un país receptor de emigración. En poco más treinta años hemos pasado de ser un país de emigrantes a un país con un importante número de inmigrantes.
La historia comienza una tarde de una día, todavía caluroso, del mes de septiembre. Después de la feria (que entonces se celebraba todavía en este mes), en la carretera, que entonces cruzaba el pueblo, hay un camión cargado con las pocas pertenencias que se podían trasladar. Una pareja de adolescentes se despide, no saben hasta cuando, se juran amor eterno -durará tres años más-, sufren por su separación. El viaje es largo e incómodo, pero sirve para aplazar el dolor de la ruptura con una forma de vida, con un paisaje, con unas personas. Durante algunas semanas, este sufrimiento irá acompañando a todas las percepciones, que serán muchas, del adolescente en la gran capital. Posteriormente la realidad y el tiempo impondrán su ley.
La integración en un lugar y en una época:
Madrid, la gran capital, donde dice el tópico que nadie es extraño. Este "lugar común", repetido una y mil veces, está cargado de significado. En la historia de Madrid siempre ha sido una realidad tangible, vivida por la inmensa mayoría de los madrileños que hemos nacido "donde se ha podido" -es quizás nuestra mayor diferencia con los bilbainos, que nacen "donde les dá la gana"-.
La pérdida de referentes
Hay una sensación de privación de afectos, un alejamiento de las amistades de siempre, de una parte de tu familia, de tu casa, tus lugares de ocio...Se han quedado atrás tantas calles, tantas esquinas, tantos paisajes. Todos necesitan ser sustituidos, no siempre se consigue.
Los abuelos nunca volvieron, sus restos reposan en la capital. Los padres volvieron al morir, sus cenizas descansan en la sierra, mirando a su pueblo.
lunes, 21 de febrero de 2011
Mi primer trabajo
Mi primer trabajoEn aquel trabajo no tenía contrato ni seguridad social -como era lo acostumbrado en la época- pero si un horario que cumplir, un salario, aunque fuera escaso, y un jefe al que obedecer sin rechistar. Aprendí la dureza del esfuerzo físico continuado, sufría ordenes que me parecieron arbitrarias (todavía no sabía, ni por referencia, lo que era el Servicio Militar), pero también sentí la solidaridad de algunos compañeros, encontré amigos duraderos y surgieron, que recuerde, las primeras inquietudes con el sexo. También fue la primera vez que me relacioné con chicas de edad parecida a la mía en un en torno de trabajo.
Comencé en otoño del año 1961, tenía doce años aunque cumpliría trece en pocos meses. Eran tiempos malos para la familia. Vivíamos con mis abuelos y una tía soltera. El abuelo, albañil, con poca faena, mi padre con trabajos esporádicos. Yo era el mayor de cuatro hijos y había terminado los estudios primarios, así que me tocaba empezar a trabajar -como la mayoría de los chicos de mi edad en esos años-.
En otoños había trabajo en mi pueblo para todo el mundo, era la "temporada de los mantecados", decenas de fábricas de polvorones funcionaban a ritmo frenético desde octubre a Navidad.
También para las industrias auxiliares era un buen momento. En una de ellas comencé a trabajar en el mes de septiembre. Era una imprenta, funcionaba de catorce a diciseis horas diarias para surtir a las fábricas de dulces de papel para envolver los productos, cajas de distintos tamaños y formas, embalajes, etc. Yo era porteador, con un grupo de chicos de mi edad o poco mayores, nos encargábamos de llevar a las fábricas el papel impreso, y, sobre todo, las cajas de madera y cartón donde se envasaban los mantecados y polvorones. El sistema de transporte era rudimentario: unas parihuelas de madera llevadas por dos chicos donde colocábamos las cajas hasta una altura considerable. Además de los asideros, llevábamos una cuerda con un protector de trapo para el cuello, eso nos permitía descansar los brazos de vez en cuando. Nuestro horario era de doce a catorde horas de trabajo: entrábamos a las ocho de la mañana y terminábamos, según el día, a las once o doce de la noche. Con dos horas para ir a comer y cenar a casa. El salario, aunque no lo recuerdo con exactitud, nunca llegaba a doscientas pesetas semanales (1,20 euros) por seis días de trabajo.
Si no hubiera sido por la necesidad y, sobre todo, por el buen clima que había entre los compañeros, no habría aguantado toda la temporada. Aun así, algún día intentaba quedarme un poco más en la cama, hasta que mi abuela, cargada de razones y por mi bien, según ella, me obligaba a levantarme y marchar al trabajo. Los compañeros me recibían con alguna broma, pero, si estabas realmente enfermo, siempre había alguno que hacía el trayecto más largo y te dejaba el porte con la fábrica más cercana. Recuerdo a las chicas cantando mientras preparaban las cajas o los paquetes de papel de envolver. Cuando te tocaba cargar desde la nave donde realizaban su tarea, siempre ibas con miedo a que se rieran de ti, te gastaran alguna broma subida de tono o, lo que era peor, te adjudicaran con guasa alguna novia que podía durar varios días. Pero, a pesar de todo, estabas deseando ver a esos seres inquietantes y maravillosos cuya presencia te producía cosquillas en el estómago. Un día hasta me atreví, dentro de unas de esas bromas, a besar a una de las compañeras. Fue un beso en la mejilla, rápido, casi un roce, aún recuerdo el calor que sentí y que duró varios días.
El trabajo terminó a primeros del mes de diciembre. No volví a la imprenta, aunque durante varios otoños más, hasta que emigramos a Madrid, realicé la “temporada de mantecados” en distintas empresas y con tareas diversas: mantecados "El Porvenir" de Manolo "El Monono", como botones de oficina y chico para todo y mantecados "Ntra. Sra. de la Encarnación" de Esteban Gómez, como ayudante y auxiliar administrativo. Las experiencias vividas en la imprenta me acompañaron y sirvieron en todos los trabajos posteriores. La suavidad de la mejilla de la compañera, ni siquiera recuerdo su nombre, sigue viva por alguna esquina de mi cabeza.
miércoles, 16 de febrero de 2011
La casa donde pasé mi infancia y adolescencia 2

La casa donde pasé mi infancia y adolescencia
